El fraccionamiento del contrato menor, ¿infracción administrativa o delito penal?

  • Tribuna de opinión

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Se considera fraccionamiento de contratos públicos la división en dos o más contratos de aquellas prestaciones que, según su naturaleza, podrían agruparse bajo uno único, llevando aparejada, en la mayoría de los casos, la intención de eludir la aplicación de las normas procedimentales.

María Gómez,
KALAMAN CONSULTING

La Ley 9/2017, de 8 de noviembre de Contratos del Sector Público (LCSP, en adelante) es clara en cuanto al fraccionamiento de los contratos, así, su artículo 99.2 señala:

“No podrá fraccionarse un contrato con la finalidad de disminuir la cuantía del mismo y eludir así los requisitos de publicidad o los relativos al procedimiento de adjudicación que correspondan.”

Ahora bien, lo fundamental es discernir entre cuando nos encontramos ante un supuesto de fraccionamiento permitido y cuando no, ya que nada impide a un órgano de contratación que, sin finalidad de eludir los requisitos de publicidad y trámite que marca la ley, pueda fraccionar un determinado contrato. Sobre este extremo, se ha pronunciado la Junta Consultiva de Contratación Pública del Estado en su informe 86/2018:

“…existe fraccionamiento del objeto del contrato siempre que se divida este con la finalidad de eludirlos requisitos de publicidad o los relativos al procedimiento de adjudicación correspondiente, y ello, aunque se trate de varios objetos independientes, si entre ellos existe la necesaria unidad funcional u operativa. Correlativamente, no existirá fraccionamiento siempre que se trate de diversos objetos que no estén vinculados entre sí por la citada unidad…”

El problema está cuando existen contratos que son adjudicados directamente a favor de cualquier empresario que tenga capacidad de obrar y habilitación profesional acorde a lo establecido en el art. 131 LCSP, y los órganos de contratación valiéndose de dicha prerrogativa, dividen los contratos en diversas prestaciones, a fin de evitar acudir al procedimiento de contratación que legalmente corresponda y que probablemente, precisará de mayores requisitos de trámite. Es en este contexto, donde entran en juego los contratos menores.

El régimen particular de los contratos menores permite a los órganos de contratación simplificar los procedimientos administrativos en aquellos supuestos en los que ha de primar la agilidad con la que se deben atender determinadas necesidades cuya cuantía económica resulta reducida. Por su parte, la LCSP mediante el artículo 118, apartado 2, intenta reconducir los excesos en la utilización de esta modalidad de contratación, obligando a los órganos de contratación a emitir un informe que justifique de manera motivada, por una parte, la necesidad del contrato, y por otra, que no se está alterando su objeto con el fin de evitar la aplicación de los umbrales y procedimientos previstos legalmente.

Otra de las limitaciones que introduce la ley sobre esta figura de contratación, es el límite temporal, de manera que no podrán realizarse contratos menores por una duración superior a un año ni ser objeto de prórroga (art.29.8 LCSP). Por tanto, necesidades recurrentes, repetitivas o periódicas, no podrían ser atendidas en base a un contrato menor. Así lo afirmaba nuevamente la Junta Consultiva de Contratación Pública del Estado en su informe 08/2020:

“La finalidad de un sistema de contratación como el descrito es poder ofrecer una respuesta especialmente rápida y muy sencilla a necesidades inmediatas y, perentorias del órgano de contratación y que, por su escasa cuantía, así lo demandan.

El incumplimiento de estos límites se ha convertido en uno de los principales problemas que presenta la contratación pública. Cada vez es mayor el número de noticias publicadas en los medios sobre investigaciones y asuntos judiciales por un uso abusivo e inadecuado de la contratación menor. Ahora bien ¿cuándo estamos en presencia de una conducta delictiva y cuando no?

En primer lugar, cabe destacar que no toda infracción administrativa, irregularidad producida en la tramitación de un expediente u omisión de un trámite legalmente exigido debe ser calificado como un delito de prevaricación.

El artículo 404 del Código Penal, sanciona la prevaricación administrativa “a la autoridad o funcionario público que, a sabiendas de su injusticia, dictare una resolución arbitraria en un asunto administrativo se le castigará con la pena de inhabilitación especial para empleo o cargo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo por tiempo de nueve a quince años”. Si bien, la jurisprudencia reiterada del Tribunal Supremo, clarifica los requisitos que deben cumplirse para encontrarnos ante un delito de prevaricación. En concreto, la sentencia 1021/2013 de 26 de noviembre, enumera como requisitos necesarios:

1.     Una resolución dictada por autoridad o funcionario en asunto administrativo.
2.     Sea objetivamente contraria al Derecho.
3.     No pueda ser explicada con una argumentación técnico-jurídica mínimamente razonable.
4.     Ocasione un resultado materialmente injusto.
5.     Sea dictada con la finalidad de hacer efectiva la voluntad particular de la autoridad o funcionario y con el conocimiento de actuar en contra del derecho eliminando arbitrariamente la libre competencia en un injustificado ejercicio de abuso de poder.

Centrándonos en el último requisito, podemos apreciar que  no es la simple ilegalidad lo que se sanciona, sino la arbitrariedad de quién comete el delito. Por ello, mera inobservancia de las normas que determina la LCSP en materia de contratación menor, no bastaría para que dicha conducta sea calificada como delito.

Una acción será calificada como delito, siempre que implique un verdadero retorcimiento del Derecho, por constituir una contradicción insuperable y de grado notorio con la legalidad vigente. La sentencia del 7 de enero de 2003 del Tribunal Supremo, hace una clara distinción entre la labor penal y administrativa, señalando que la jurisdicción penal no trata de reemplazar a la jurisdicción contencioso-administrativa en su cometido de inspección, revisión y control del cumplimiento de la actuación administrativa, sino que trata de castigar aquellos supuestos flagrantes en donde la posición de superioridad con la que cuenta quién ejerce la función pública, es utilizada a capricho, bajo su propio interés y en perjuicio de los administrados.

En definitiva, no siempre que estemos ante una adjudicación directa recurrente o ante un fraccionamiento de un menor intervendría la jurisdicción penal. En la práctica, factores como la falta de planificación y previsión de necesidades objeto de contratación, la insuficiencia de medios o simplemente el mero desconocimiento, provoca que los poderes adjudicadores no hagan un uso correcto de la contratación menor, y ello no lleva aparejado por defecto un delito de prevaricación. Este tipo de delito, como se indica, comporta un “plus” de abuso de poder y dolo en el momento en el que el funcionario o autoridad pública a sabiendas de la irregularidad que está cometiendo, decide utilizarlo caprichosamente vulnerando gravemente los principios generales del derecho.

A sensu contrario, en el resto de los casos, ante una actuación irregular que no se ajuste a la ley, nos remitiremos a las normas que prevén supuestos de nulidad y anulabilidad controlables por la jurisdicción contencioso-administrativa, tal y como contemplan los art. 47 y 48 de la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas, sin perjuicio, de que pueda resultar de aplicación posibles sanciones pecuniarias que, en todo caso, estarán delimitadas por ley en función de la gravedad del asunto.

Para terminar, los órganos de contratación podrán evitar verse entre la delgada línea entre delito de prevaricación o infracción administrativa, si refuerzan sus labores de gestión, seguimiento y control de los expedientes correspondientes a los contratos menores. Realizando una programación adecuada del gasto público en función de las necesidades a cubrir, se podría evitar la comisión de dichas irregularidades.